Gustavo había trabajado cinco
años como tornero hasta mayo de 2008, cuando llevaba tres meses
como empleado temporal en una empresa ubicada en el polígono de
Etxebarri de la capital vizcaína. Sabía que las virutas de hierro que
despide el torno queman, pero no que podía pasar lo que le ocurrió. Por
eso no exigió una mampara que le protegiera en el torno vertical que
manejaba, del que los sobrantes de la pieza salen disparados en un arco
de 360 grados.
El primer aviso le entró en el ojo en forma de viruta
pese a que llevaba puestas las gafas de protección. Dos semanas después,
otra se le clavó detrás de la rodilla y sangró abundantemente. A la
semana del segundo percance, una tercera viruta salió disparada y le
cortó la yugular. Fue el 3 de junio de 2008. Perdió el
conocimiento y no sabe cuántos litros de sangre. En su cuerpo llegó a
haber un 30% de oxígeno, cuando con menos de 80 ya aparecen secuelas.
Los médicos no esperaban que sobreviviera.
Cuando estaba en coma en el hospital de Cruces, sufrió
una trombosis en la pierna. Llamaron a su madre a las tres de la
madrugada para que fuera, pero no le dijeron por qué. Ella creyó que su
hijo había muerto.
Pero Gustavo sobrevivió y despertó tras doce días en
coma. «¿Qué hago aquí?». Le contaron lo que le había pasado.
«Imposible», contestó. No se creía que una viruta le pudiera atravesar.
Su pierna no se recuperó tras la trombosis. Cuando me contó su historia, habían pasado diez meses desde el accidente. Tenía que llevar muletas
y a pesar de los diez meses de rehabilitación no había conseguido restablecer la
movilidad de su pie ni situarlo bien para poder apoyarlo. Por eso, el lunes 27 de abril de 2009 le operaron en Barcelona para fijarlo en 90 grados. Le dijeron que no tendría movilidad, pero podría pisar con él.
Un encargado de la empresa fue a verle al hospital. «Creo
que para la foto», sospecha. «Después, no me llamaron ni una sola
vez. No demostraron ni un poco de humanidad. Como dice todo el mundo,
para ellos somos un número. Por eso le dije al abogado que a por
ellos».
Aunque para Gustavo la indemnización era «secundaria»,
porque lo que quería es «buscar trabajo como una persona normal. Me gusta ganarme
el pan. Pero el torno, ahora, me da miedo». En la empresa lo han
cubierto con una mampara «perfecta que vale 60 euros».
Una vez se encontró con el cirujano que le
abrió la pierna cuando estaba en coma. «Qué alegría de vernos -le dijo
el médico--. Todavía es el día en que alucinamos de que estés vivo».
Gustavo es una de las muchas personas que conocí gracias a mi trabajo de periodista y a de las que no he sabido nada después. Espero que recordar su historia sirva para que se extremen las precauciones en todos los puestos de trabajo.