Félix no olvida la sangre de su madre en el pasillo cuando llegaba a casa de niño. “Los diez hermanos estamos todos de los nervios”. Recuerda para que no se repita. “Los hijos hacen lo que ven”. Él, nunca; jamás. “He llegado a dar un puñetazo a la pared por no golpear a mi hermano”. No obstante, ha terminado encerrado. “Pero eso ha sido por jilipollas”. Lo lleva bien. Además, su estancia no será muy larga.
No oculta que tuvo que “buscarse la vida” desde los trece años, aunque mayormente con la venta de mercadillo en mercadillo y “haciendo de todo”. Desde que lo expulsaron del colegio por romper el armario donde un profesor guardaba las revistas pornográficas que mostraba a los alumnos. No querían el material para ellos; era su manera de denunciarle. Pero prevaleció la palabra y la imagen de la autoridad frente a la de los chiquillos expulsados. “Siempre pagamos los mismos”, lamenta Félix.
Además, los niños tenían antecedentes. Habían metido culebras en el aula para que los echaran de clase antes, sin imaginar que algún día les echarían para siempre, ni encontrar comprensión en una casa sumida en el terror de “la dictadura” de su padre. “Para mí, el dictador era él, no Franco”.
Félix, como tantos otros, es un superviviente. Ha sobrevivido a la calle y a la enfermedad. Le quitaron un cáncer en el estómago hace doce años. Fue una operación a vida o muerte, antes de la cual hizo testamento. Le habían dado cinco años de vida, pero aquí sigue. Y sin haberse deprimido en su día con el diagnóstico, que acogió con resignación positiva. “Ya he vivido todo lo que tenía que haber vivido”, sigue afirmando a día de hoy.
Tal vez haya vivido demasiado. Y reconoce que está “aquí”, vivo, por amor. “Amor a mi madre”, señala, desde la asunción de que “los seres humanos necesitamos ser queridos y querer”. Ya ha hablado de su salud. El dinero, parece que no es su mayor preocupación, tal vez porque se ha acostumbrado a que no le sobre.
“Lo que más” le duele es que su hija le haya sacado de su vida, pero también lo ha aceptado. Sólo le ha pedido a ella un favor: que llame a su padre “si le ocurre alguna desgracia, para poder ayudarla”.
Félix no oculta que ha falsificado recetas para sus maltrechos nervios. Recibe sin sorpresa la noticia de que otro hombre ha sido recientemente condenado a un año de prisión por llevarse una caja de Tranquimazin de una farmacia sin pagarla, pero también sin que se demostrara (ni siquiera por el vídeo de la cámara de seguridad) que llevara un arma. “Siempre pagamos los mismos”. Sabe que mucha gente le mira mal, y todavía se pregunta por qué. Rebeca interviene: “Por esto”, critica la joven frotando los dedos. Por el dinero. Él concede. Pero Félix está aquí por amor, y sobrelleva con tranquilidad su actual encierro, que se ha “buscado” él mismo, según sus propias palabras. “Por mi mala cabeza”.
Una cabeza tocada por el trauma infantil y los remordimientos. “El psicólogo me decía que mi mayor castigo es el que me aplico yo mismo cuando me siento sucio y mal”. Y aunque sepa que es así, tiene que citar al profesional para creérselo, porque no se termina de perdonar.
Félix es una persona que no deja de pensar en los demás. “No se hacen cargo de los hijos de maltratadores, y después la historia se repite. Que les den una educación, porque lo que se ve se termina haciendo. Yo me he dado cuenta y he podido pararlo”. Llama a las radios para contar su experiencia. Y recuerda otra vez que le ha dado a la pared por no pegar a su hermano. “Prefiero perder yo que joder a un hermano. Por eso estoy aquí, por jilipollas”.
Le dijera lo que le dijera el psicólogo, Félix sabe de donde viene. “Nunca me he considerado víctima de la sociedad, sino del hijo de puta de mi padre. La mayor dictadura no era Franco, era mi padre”. Pero Félix siempre volvía a casa. Para saber cómo estaba su madre, encontrar su rastro de sangre y “que la Guardia Civil (eran otros tiempos) te diga que algo habrá hecho”.
Félix no heredó la violencia, pero sí el alcoholismo. O “el sople”, como lo llama él. Y junto con esa adicción, la losa de “darse asco a uno mismo”. Ha acudido a Alcohólicos Anónimos, pero no le convence porque “todos los alcohólicos se basan en Dios”.
Habla poco de sí mismo, salvo para mostrar las consecuencias de su demonio particular, contra el que carga una y otra vez. “Hay que denunciar los malos tratos, no cruzarse de brazos”. Y lamenta “el machismo de las mujeres”, como el de aquella abuela que le advirtió: “Antes que llorar, con las tripas en la mano”. Sabe que los problemas de convivencia empiezan por la elección, “y ellas buscan un macho, no una persona”. Él continuará en su camino de ser cada día mejor persona, alguien distinto a quien convirtió su casa en un infierno. No sabemos cuánto pegaba a sus hijos. Ellos sólo veían, y todavía ven en sus recuerdos, el rastro de sangre de su madre.